Cuentos de suspenso corto
📅 11/01/2022 📁 Cuentos
Cuentos de suspenso corto
La cuartelera
El día en que vio entrar por primera vez a Carmela con aquella beba en su rancho supo que ese sería el comienzo del fin, pero su corazón de madre herido jamás aprendió a decirle que no a un cachorro abandonado y la recibió con los brazos abiertos y el alma resignada.
Años después todavía recuerda aquella tarde y no se arrepiente ni un solo minuto de su decisión, se vislumbra un brillo especial en sus ojos, quizás un destejo de emoción, único desahogo para el alma seca ya de lágrimas.
Esa mañana memorable tenía una calma singular, era como si todas las amarguras que habitaban en su pecho se hubieran escapado, las angustias de una vida que nunca había parado de golpearla ya no dolían, no se amontonaban por salir como sucedía cada día. A pesar de la confusión que le aquietaba esa calma se levantó, preparó el mate y comenzó su rutina, antes de salir a recoger la ropa de las señoras del pueblo para lavarlas en el río y así ganarse el sustento diario.
El cielo estaba azul, tan azul, que la transportó de inmediato a sus años de juventud, cuando aún no conocía la miseria humana, en esa época su alma se llenaba de alegría y sus ojos derramaban agua cómo cascadas, no llevaba esa coraza puesta, tampoco tenía ese apodo que tanto la atormentaba, era el mismo cielo con las mismas nubes solo que a ella había cambiado. Se vio pequeña tirada bajo aquel Ombú que le servía de refugio y también de escalera al cielo, cerro los ojos y pudo escuchar a su mamá gritando su nombre, era raro ser llamada así, hasta en los recuerdos le costaba identificarse con María, la vida había querido rebautizarla con uno nuevo: la muda, tantos años escuchándolo que era parte de su carne y de su ser.
Se quedó paralizada frente al fogón que consumía la leña haciendo hervir una vieja caldera, se espabiló y sebo otro mate.
¿Qué le pasaba hoy? Siempre había sido enemiga de los chismes, se mantenía distante de las personas que se ocupaban más de la vida de los demás que de la suya propia. Sin embargo, la Carmela no podía con su lengua y siempre terminaba hablando más de lo debido, pero como a los amigos los elegimos con el corazón y este no entiende de defectos la quería como a una hermana de todos modos. En más de una ocasión pasaron meses sin hablase, justamente, por esta mala costumbre de la Carmela.
No obstante, lo que le había dicho el día anterior no paraba de girar en su cabeza. Todas las tardes después que la Carmela terminaba sus tareas en la casa del Señor Di Pobleto Verras, se daba una escapadita junto con la hija menor del matrimonio a tomar unos mates y charlar un rato, ella era la mucama, la cocinera, había sido la niñera y ahora que la señorita Blanca estaba ya con edad de desposarse había ganado el puesto de dama de compañía de esta. Blanca había sido criada por Carmela y la muda, ya que su madre siempre estaba ocupada con sus tareas y su padre con su trabajo. En las mañanas venía a la casa una maestra que la enseñaba a leer y le inculcaba las costumbres de la época sobre las damas de familia. Luego del almuerzo, era el turno de la Carmela quien la llevaba junto con sus hijos a la casa de la muda y mientras que los niños jugaban entre el polvo, escuchaban los diálogos de la cuartelera y la exesclava sobre la emancipación, libertad y feminismo, evidentemente, no con estos términos porque no tenían ni la educación ni los conocimientos para poder utilizarlos, pero si la experiencia de vida que les había enseñado que la mujer emancipada todo lo podía lograr. Entre mate y mate las amigas recordaban amarguras, entretejían sueños y homenajeaban a sus ancestros mirando al cielo. La muda, se sentía renacer cada vez que la Carmela venía a su casa rodeada de niños ya que la vida le había arrebatado a cada uno de sus cuatro hijos, la última en partir había sido la Consuelo, quién fuera raptada por un grupo de malvivientes que pasaron por el rancho una tarde, nunca más supo de ella, su corazón de madre la seguía buscando, esperando, albergaba una pequeña esperanza que año tras año se hacía más difícil de sostener, se consumía cómo una pequeña llama en su pecho. La pequeña Blanca sin saberlo vino a llenar ese vacío, no sabía si la Carmela lo había hecho a propósito, o si la vida le regalaba la posibilidad de ser madre otra vez, pero no importaba. Disfrutó cada tarde de la compañía de la niña y le fue enseñando con ejemplos todo lo que podía hacer una mujer, lecciones de vida que se contrastaban con las disertaciones cada vez más aburridas de la maestra Bernarda sentada cada mañana en aquel escritorio, leyéndole, ordenándole, repitiéndole viejas palabras de libros con hojas amarillas y envueltas en polvo. Al ir creciendo Blanca comenzó a comparar realidades y a sacar sus propias conclusiones sobre la realidad.
Siendo aún una niña la señorita Blanca le dijo un día a su madre que no quería casarse, soñaba con seguir estudiando, sin compromisos con una casa, con hijos y atada a un marido. Ingenuamente abrió su corazón a un ser adormecido por las normas y la doble moral de su clase, la Señora Beatriz se escandalizó ante el comentario de la pequeña y comenzó a sospechar que esas ideas se las estaba inculcado la muda, pero sus tareas sociales les demandaba mucho tiempo para ocuparse de chiquilladas.
Antes de que el señor Di Pobleto Verras se hiciera propietario de esas tierras, exista en ese lugar un viejo fortín que aglomeraba unos pocos ranchos constituidos más bien por exsoldados, gauchos y esclavos que habían participado en alguna guerra, junto a ellos estaban también sus mujeres, sus madres que los habían seguido. Mujeres que se habían acostumbrado a luchar junto a los hombres de igual a igual, pero nunca habían sido reconocidas por su valor y su entrega. La muda había sido una de ellas, se había unido al fortín, aunque ya no recordaba cuando, acompañando a su marido, quien fue muerto en una batalla dejándola sola con cuatro hijos pequeños y un fortín desprovisto de jerarquías. Fue así como ella se tuvo que armar de valor y hacerle frente a la situación, luchando cuando había que luchar, cocinando, lavando, matando, criando, curando y todos los «andos» que puedan agregarle. Fue en aquel entonces que se ganó el apodo de muda, porque su voz calló para dar lugar a la acción. Con el paso de los años las guerras quedaron atrás y junto con ellas aquellos grupos de paisanos, pero la muda permaneció en aquel fortín abandonado entre el cielo y el polvo en algún lugar inhóspito de la tierra. Ganándose el respeto de todos los que permanecían allí. Debido a su carácter rudo y justo, pasó a ser la ley, la curandera, la partera y el referente de aquel lugar, hasta qué lo compró el señor Di Pobleto Verras, que de inmediato impuso sus reglas y obligó a todos a obedecerlas, no se ganó la obediencia de la gente por ser justo, sino por temor. La única que nunca pudo doblegar fue a la muda, quien nunca se postró ante sus órdenes y siguió haciendo su vida como de costumbre. Cuando se instalaron en el viejo fortín construyeron de inmediato su casa y juntos con ellos vinieron algunos amigos nobles, que se ocuparían de poblar de «gente de bien» al viejo fortín. También trajeron consigo a sus servidumbres y fue en ese momento, que vaya uno a saber porque, la Carmela y la muda se volvieron uña y carne.
Cebó otro mate, mientras recordaba cuando la Carmela pisó por primera vez su rancho con la señorita Blanca en brazos. Venía para que la venciera de mal de ojo porque la criatura no podía dormir toda la noche. Doña Beatriz no veía con buenos ojos que la pequeña Blanca se criara entre criados, pero el cuidado de la niña le quitaba tiempo para ocuparse de las tareas sociales que implicaban hacer de aquel lugar un pueblo decente, así que terminó accediendo a que la pequeña se fuera cada tarde a la casa de la muda, no podía dedicarle tiempo a esa pequeña que lo único que sabía hacer era jugar y llorar.
Cuando le comunicaron a Blanca que el hijo del Conde estaba interesado en desposarla y que su padre estaba ultimando los detalles, ella se negó, argumentando que no estaba dispuesta a obedecer semejante mandato, la mujer podía y debía hacer más cosas que solo casarse y tener hijos. Imagínense el escándalo, la Señora Beatriz calló desmallada, el señor Di Pobleto Verras dijo que en su casa se obedecían sus órdenes y que el casamiento era un hecho, cerrando de un portazo cualquier posibilidad de diálogo. Cuando se hubo repuesto la señora Beatriz ordeno a la señorita Blanca que se quedara en su cuarto y que no saliera hasta nuevo aviso, Blanca en cambio subió hasta su habitación y se escapó por la ventana para la casa de la muda. La señora Beatriz ordenó de un grito la presencia en la sala de la Carmela, quien vino entre llantos sin saber de qué era culpable ahora. Entre gritos e insultos que no cesaban la culpó a ella y a la muda de llenar la cabeza de Blanca con ideas de indias y negras libertas. Le prohibió, como si Blanca fuera aún una niña, que la volviera a llevar a ese rancho sucio e indecoroso que estaba perjudicando la moral y el buen nombre de la familia Di Pobleto Verras. La Carmela, sin saber que la señorita Blanca se le había adelantado, corrió para la casa de la muda para contarle todo lo que estaba sucediendo, pero al llegar y ver a la señorita Blanca mateando con la muda se le paralizó el corazón, quedando sin habla por primera vez en su vida.
La señora Beatriz una vez repuesta, subió hasta la habitación de su hija con el único fin de hacerla entrar en razón, lo único que encontró fue la ventana abierta y la certeza de que se encontraba en la casa de la muda. Sabía que esa cuartelera en algún momento le sería un problema, ya no había lugar en el pueblo para ella, se lo había hecho saber muchas veces al señor Di Pobleto Verras, quien insistía en considerarla indefensa e incluso beneficiosa para mantener el orden entre la chusma. Era evidente que no podía contar con su ayuda para deshacerse de ella, tendría que hacerlo ella misma.
En ese instante comenzó a idear su plan, tumbada en la cama de su habitación comenzó a hilar fino, mientras su marido permanecía encerrado en el escritorio ocupándose del Latifundio, ajeno a todo lo que estaba por suceder.
Atenta a cada movimiento, cual araña asechando su presa, escuchó el crujir de las maderas del piso cuando la Carmela entró en la habitación de la señorita Blanca y la ayudó a meterse por la ventana, bajando rápidamente a la cocina y haciéndole saber qué estaba todo en orden, despidiéndose ingenuamente hasta la mañana siguiente. Fue en ese momento que la araña dio el salto y atrapó a su presa, la pobre Carmela no esperaba ese zarpazo. La arrinconó a puntapiés junto a la pared, haciéndola entender a golpes sobre la gravedad de los hechos ocurridos en su casa y responsabilizando de todo a la criada. Quien arrodillada entre lágrimas de sangre imploraba por su vida y la de los suyos. Luego de la golpiza ordenó a dos de sus sirvientes que encerraran a la Carmela en el cuarto de arriba para asegurarse de que no se escapara o pusiera sobre aviso a su hija o a su amiga.
A la mañana siguiente, le golpeo la puerta a la criada obligándola a salir con ella, chantajeándola con que mataría a sus hijos y luego a ella si no la obedecía, la Carmela sabía que la señora era capaz de eso y mucho más, así que obedeció.
Mientras tanto la muda terminó de tomar el mate y comenzó a prepararse para ir de camino a la casa de los Fontana, que era por donde comenzaba todos los días a recoger la ropa sucia. Sin embargo, mientras se preparaba escuchaba una y otra vez las palabras de la Carmela entre llanto diciéndole: «esta vez nos matan María, nos matan.»
Carmela la llamaba por su nombre solo cuando el asunto era serio, y ella sentía que eso era una señal. Había estado en muchas batallas que le habían enseñado a temerle a la gente sin escrúpulos y sin palabra; esa mujer era una de ellas. Pero, también la vida le había enseñado a vivir cada minuto y no adelantarse a los hechos, así que tomó sus rudimentarias herramientas de trabajo y se marchó. Cuando llegó a la esquina de la casa de los Fontana vio a la señora Beatriz y la Carmela con cara de pocos amigos, dejo sus cosas al costado de la casa y antes de golpear escuchó el grito de la negra:
—María, la señora Betriz te quiere hablar. Sabía que era una emboscada, su amiga se lo hacía saber llamándola por su nombre, pero también sabía que una de las dos iba a tener que pagar con sangre la libertad de la señorita Blanca, esa mujer sería capaz de matar a su propia hija con tal de saciar su sed de venganza y no permitiría que esa fuera su amiga. Así que se les acercó con su andar lento, cuando las tuvo cerca, se paró de frente a la desalmada mujer quien saco de entre sus prendas una pistola de bolsillo, que se la había robado al señor Di Pobleto Verras, le apuntó derecho al corazón de La Muda y sin temblarle el pulso le disparó, su cuerpo cayó inerte en los pies de la Carmela. En ese preciso momento la señorita Blanca pasaba junto a una criada huyendo hacia su libertad, aconsejada por la muda la noche anterior. Mientras la Carmela miraba absorta y sin poder decir palabra el cuerpo de una guerrera implacable.
Gabriela Motta
11/01/22
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