El velorio
📅 08/01/2022 📁 Cuentos
Hacía una semana que mamá Tuba me había pedido que fuera al funeral de la mujer del hermano Celso. Yo había tardado, no por ser indiferente a su dolor, sino porque debía juntar, antes, algunas monedas. Para nosotros los pobres muchas veces la muerte de un ser querido, además del sufrimiento nos trae aparejado un problema no menor, reunir la plata para el entierro. Este era el caso de Celso, quien hacia una semana velaba a su mujer y aún no había podido llegar a la cifra que necesitaba, por esta razón estaba yo aquella mañana en el velatorio.
Cuando llegué no había nadie junto a la muerta, solo una cruz y el silencio infinito de la muerte. La observé desde lejos y preferí sentarme en el patio interior donde el tronar del tambor me hacía sentir vivo. Muy próxima a mí, recostada al margen de la puerta se encontraba una señora vestida de luto. No supe quién era porque al único de la familia al que conocía bien era a Celso, a la muerta la había visto un par de veces, pero hacía ya algunos años. No obstante, por su vestido negro y el visible parecido con la difunta supuse que sería su madre. Me senté en un banco contra la pared y me dispuse a esperar a Celso para ponerme a sus órdenes y colaborar con el entierro.
Le pregunte a la señora de la puerta si sabía a qué hora podría venir.
—No sé, me contestó, hace casi una semana que no hablo con él porque insiste en ignorarme.
Intentando animarla le comenté que era natural esa reacción, él había sufrido una pérdida muy grande, debíamos tenerle paciencia. Sin embargo, ella me dijo a quemarropa que la pérdida la habían sufrido todos, que no lo justificara más, dejándome sin palabras.
—Sabe, me dijo luego de haber descargado su bronca en mí, usted es la primera persona que habla conmigo y mire que me he puesto en la puerta para no pasar desapercibida, aun así, todos pasan de largo.
No quise ser grosero, pero era evidente que el vestido negro delataba su vínculo con la muerta y si a eso le sumamos la incomodidad que generaba su presencia haciéndole custodia al cadáver, no era de asombrase que nadie se le arrimara. Yo ya estaba arrepentido de haberme sentado al lado suyo, pero ahora me sentía con la obligación moral de escucharla.
—Hace unos días que estoy algo perdida, no sé si es por la situación, pero tengo un recuerdo no muy claro donde me veo en medio de una sala en una especie de trance ¿Entiende? —Asentí con la cabeza—, con decirle que aún no he podido acercarme al cajón, quiero despedirme, pero no puedo. Siento que si la miro me iré con ella.
—La entiendo, le dije escogiendo con cuidado las palabras para no volver a ofenderla, pero como ella solo quería ser escuchada me volvió a interrumpir.
—Sé que tengo que despedirme, quiero despedirme, pero no puedo y se echó a llorar. Yo bajé la mirada y la dejé desahogarse. Cuando se quedó sin lágrimas continuó:
—Creo que llegó el momento, gracias por escucharme.
Salió decidida rumbo al cajón, confieso que sentí miedo. No sabía cómo reaccionaría la señora con la muerte enfrente, me debatía entre dejarla ir sola o acompañarla. Pero justo en ese momento entró Celso al velatorio, me le abalancé con la intención de que nadie más le hablara.
—¿Cómo estás hermano? Le pregunté y como era de esperar Celso comenzó a contarme lo sucedido. Debo reconocer que mi cabeza ya no soportaba escuchar lamentos, pero él era mi hermano del alma y no dudé en prestar oídos para que se desahogara.
—Enam, esa mañana ella estaba en la sala y yo aún no me había levantado. Escuché que golpearon la puerta y enseguida oí la vos de nuestra hija Cándida que nerviosa le decía a su madre:
—Rápido, llama a papá que ahí viene.
Segundos después todo fue un lío, gritos, golpes, llantos y el tiro ensordecedor.
Cuando llegué a la sala ahí estaba la Ofelia como una estatua, envuelta en sangre, al verme lo único que pudo decir fue: —Ese desgraciado mató a nuestra Cándida, cayéndose muerta a mis pies.
Para serles sincero mamá Tuba me había contado todos los detalles del asesinato, no era sorpresa para mí lo que él me contaba, sin embargo, puse cara de asombro y lo dejé proseguir.
—¡Entendés! la pobre Ofelia se murió creyendo que nuestra hija había muerto, estaba en un trance y por alguna razón creyó que el tiro lo había recibido Cándida. Agradezco al cielo que ella se haya desmayado porque si no hoy la estaríamos llorando también.
Mientras lo escuchaba no podía apartar la mirada de la señora de negro, que se encontraba parada inmóvil frente al cajón desde que habíamos empezado la conversación con Celso. Comenzaba a preocuparme por ella, pero no me animaba a interrumpirlo. Él no paraba de hablar, ahora me contaba cosas absurdas, lloraba y me decía que cuando viniera la muerte no iba poder llevarse a la Ofelia y que ella se convertiría en un alma en pena buscando a su hija por toda la eternidad. Este último comentario descabellado me animó a interrumpirlo.
—Hermano, no te tortures suponiendo cosas que desconocemos.
Él me miró sin verme y no contestó. Yo, no podía más de la desesperación por el llanto y los gritos de aquella señora enfrente al cajón, no entendía como nadie la consolaba. Se me ocurrió sugerirle a Celso que fuéramos a calmar a su suegra, me miró molesto y me dijo que su suegra había muerto. En ese instante comprendí a la señora, por alguna razón estaban enemistados. No podía evitar sentirme conmovido por aquella mujer, no sé qué había ocurrido entre ellos, pero me generaba mucha pena que su dolor pasara desapercibido. Así que habiendo constatado que por respeto a Celso nadie se le iba a arrimar me volví a acercar a ella.
—Recién entiendo mijo, ¡gracias al cielo Cándida no murió!
Ahora él que estaba confundido era yo ¿Cándida? Nadie tenía dudas de qué Cándida estaba viva, excepto la difunta. Fue entonces que por primera vez levanté la mirada y observé a la muerta. El miedo corrió por mi cuerpo y aunque quería huir no podía, me paralicé, mi corazón latía agitado y comencé a transpirar en seco cuando la señora de negro se me acercó y me dijo:
—Dile al Celso que no se preocupe, voy a estar en paz. Gracias a ti comprendí que ese desgraciado no logró matar a nuestra pequeña, ahora veo con claridad.
Y en un suspiro se desvaneció ante mis ojos la Ofelia.
Gabriela Motta
08/01/21
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